jueves, 28 de enero de 2010

¿Hay vida antes de la muerte?

DIC 061"Mujer, 43 años, funcionaria, casada, dos hijos, vive en un piso alquilado  en Madrid y conduce un coche de gama media". Con palabras grises como éstas solemos juzgar a las personas que nos rodean. Con poco más. No sabemos si esa mujer ama a su pareja o si se emociona con el canto del ruiseñor en las noches de verano. Menos aún: si es capaz de tocar la soledad que alberga el alma de las personas o si sueña con un refugio invisible en lo alto de una montaña. Las palabras con las que medimos a las personas dibujan un perfil social y económico que las hunden en el anonimato de las estadísticas. Son datos que no cantan, no bailan, no sueñan, no ríen. No dicen, realmente, nada que importe. Entonces, ¿por qué juzgamos y etiquetamos a los vivos en base a datos que podrían describir a los muertos?

La evolución nos ha dotado de un cerebro para sentir y para pensar, un órgano asombroso que crea, ama y sueña. Pero somos imperfectos. Al cerebro humano le lastra el miedo. Programado para sobrevivir, observa desde su caja negra los peligros que le acechan. Y a diferencia del cerebro de otros animales, escudriña y teme también aquello que posiblemente podría ocurrirle: la muerte de un ser querido o la mirada del jefe que tal vez esté barruntando despedirnos. Atrincherado en su miedo a no sobrevivir, el cerebro nos tiende trampas para aliviar su soledad, para poblar de certezas su universo incierto y cambiante. A golpe de etiquetas dividimos el mundo en bueno o malo, es decir, en seguro e inseguro. Vivimos con la mirada del inconsciente fija en el código evolutivo heredado de los muertos: lejos de la manada, acecha la muerte. El desprecio de los otros nos aterra. Intentamos pertenecer al grupo, político, familiar o artístico, amparados al abrigo de las verdades de un ego colectivo que defiende un espacio seguro. Ulteriormente, los humanos tienden naturalmente a la justicia social y a la empatía, pero éstas se inhiben si el entorno y el cerebro así se lo aconsejan. No somos malos, somos obedientes porque tenemos miedo, aunque esa contradicción entre lo sentido y lo vivido crea más soledad y dolor del que siempre quisimos evitar.

En ese espacio grupal seguro, renunciamos a nuestro ser transparente, único y vulnerable, rechazamos enfrentarnos a las emociones que producen miedo y ansiedad. Disimulamos y evitamos hablar del dolor que alberga el mundo, aunque los expertos alertan del incremento espectacular de los trastornos mentales, con su séquito de sufrimiento, suicidios, maltratos y abusos, incluso entre los más jóvenes. ¿Por qué no somos capaces de ayudar a nuestros hijos a encontrar su lugar en el mundo? ¿No es suficiente distraerles con el consumo masivo y adictivo de placeres? Alimentamos con esfuerzo y rigor su cociente intelectual. Pero apenas educamos en el conocimiento de uno mismo, en la capacidad de desaprender aquello que nos lastra, en la expresión pacífica de la ira, en la capacidad de sentir y de escuchar al otro, de convivir. La creatividad y la inteligencia emocional se han convertido en nuestra sociedad en un don para unos pocos, en vez de una actitud vital para todos.

La conjunción de lo biológico con la revolución tecnológica augura un potencial insospechado al conocimiento. Reclamar el derecho a expresar de forma integral nuestro asombroso potencial intelectual, emocional y físico es uno de los grandes retos de este siglo, al que se enfrentan personas de ámbitos muy diversos. Sin distinciones inventadas, sin categorías infundadas y sin las etiquetas que nos roban del disfrute de la vida antes de la muerte.

Elsa Punset es autora de Brújula para navegantes emocionales (Aguilar, 2008).   Publicado en El País, España.

jueves, 21 de enero de 2010

Haití: La maldición blanca.

Eduardo Galeano

El primer día de este año [2004], la libertad cumplió dos siglos de vida en el mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de comunicación; pero no por el aniversario de la libertad universal, sino porque se desató allí un baño de sangre que acabó volteando al presidente Aristide.

Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las enciclopedias más difundidas y casi todos los textos de educación atribuyen a Inglaterra ese histórico honor. Es verdad que un buen día cambió de opinión el imperio que había sido campeón mundial del tráfico negrero; pero la abolición británica ocurrió en 1807, tres años después de la revolución haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver a prohibir la esclavitud.

Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había que “confinar la peste en esa isla”. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones. Mientras tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.
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Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería. Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este año, los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.

Desde la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias. Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas, conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia que viene del Africa. El mandato de los ancestros. La maldición negra, que empuja al crimen y al caos.

De la maldición blanca, no se habló.
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La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la había resucitado:
–¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias?
–El anterior.
–Pues, que se restablezca.
Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves llenas de soldados.

Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la independencia nacional y la liberación de los esclavos. En 1804, heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte. A poco de nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca, por el daño que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la libertad le costó 150 millones de francos oro. El nuevo país nació estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna que actualmente equivaldría a 21,700 millones de dólares o a 44 presupuestos totales del Haití de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó el pago de la deuda, que los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se cumplió, por fin, la redención final. Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.
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A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva nación. Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a la soledad.
Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla, derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra de independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una espada de regalo. De reconocimiento, ni hablar.

En realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran, además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la realidad no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.
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En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York. El presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para escarmiento, en la plaza pública.

La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para exterminar cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en Nicaragua y en la República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo.
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Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron sumando las desventuras y los años.

Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos meses. El gobierno de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de los marines, a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año 2004, y otra vez hubo matanza. Y otra vez volvieron los marines, que siempre regresan, como la gripe.

Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores que las tropas invasoras. País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo Monetario, Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le pagaron negándole el pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de que había desmantelado el Estado y había liquidado todos los aranceles y subsidios que protegían la producción nacional. Los campesinos cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces aparecen en los diarios.

Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los expertos internacionales, que son gente bastante distraída, se han olvidado de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción nacional.
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En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay un gran cartel que advierte: El mal paso.
Al otro lado, está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.

En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la costumbre de recoger latas y fierros viejos y con antigua maestría, recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en los mercados populares.

Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad. Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente.

Los marines se despliegan en una capital haitiana exhausta.

p_20_01_2010 Ruben PASCUAL | BILBO

La imagen que se veía ayer en los principales puntos estratégicos de Puerto Príncipe, incluida la explanada del que hasta el terremoto del pasado 12 de enero era el Palacio Presidencial, resulta familiar. Como en Bagdad o Kabul, helicópteros Seahawk con tropas estadounidenses a bordo tomaron tierra en la capital haitiana. Apenas destaca una diferencia: esta vez los soldados llegan más ligeros, sin armas pesadas ni los igualmente pesados trajes de combate. Por lo menos de momento.

Las escuadras llegan, eso sí, bien equipadas con fusiles de asalto, metralletas livianas y lanzagranadas, e incluso se permiten bromear. «¡Sin municiones en la recámara! ¡Sin IBA (Individual Body Armor, blindaje corporal)! ¡Esto es diferente!», comentaba un sargento, haciendo alusión a la regla de todo soldado en zona de guerra: estar listo para abrir fuego y llevar siempre el casco y la protección.

En el devastado Haití no son recibidos con bombas, sino por un gran número de supervivientes angustiados y que se mueren por conseguir cualquier tipo de empleo.

Atraídos por el ruido de los helicópteros, un nutrido grupo de haitianos se arremolina alrededor de la zona de aterrizaje y comienza, como muestra de su total desesperación, a ofrecer sus servicios.

Oficialmente, la misión de los marines y el resto de tropas estadounidenses consiste en brindar productos de primera necesidad, como agua, víveres y material médico a los damnificados por el seísmo. Pero los problemas de Haití son muy anteriores al desastre del pasado martes.

Acogida dispar

Pese a que lo crítico de la situación fuerza a muchos a suspirar por cualquier tipo de ayuda, aunque llegue armada, no pocos haitianos se mostraron reacios al espectacular dispositivo que Washington ha desplegado en el paupérrimo país caribeño.

«¿Qué hacen éstos aquí?», exclamaba un joven mientras veía a los estadounidenses descargando material de sus helicópteros. «Necesito trabajo. Antes que todo esto, necesito un trabajo», se quejaba.

El Ejército de EEUU, que tomó posiciones estratégicas en la capital y también se desplazó a ciudades que hasta ahora han carecido de atención alguna (como Leogane, Petit Goave o Grand Goave, cercanas a la capital y situadas en el epicentro del terremoto), aseguró haber lanzado desde un avión 14.500 raciones de alimentos y 15.000 litros de agua potable en una zona cercana al aeropuerto.

Además, la Armada estadounidense también se hizo cargo de gestionar el tráfico aéreo en la capital haitiana y ha desplegado más de 10.000 soldados, relegando a las fuerzas de las Naciones Unidas a un segundo plano.

De hecho, varios aviones cargados con equipos médicos no han podido aterrizar en el aeródromo capitalino porque, de facto, la prioridad es para las aeronaves de EEUU.

«Es una ocupación. El Palacio es nuestro poder, nuestra identidad, nuestro orgullo», afirmó un hombre, preocupado por el despliegue de la Casa Blanca.

«No he visto a los estadounidenses distribuyendo agua y alimentos por la calle, pero ahora vienen al Palacio», agregaba otro en el mismo sentido.

Las quejas de los ciudadanos han sido compartidas en público por otros países, como Brasil o el Estado francés, que mostraron su malestar por la gestión de Washington, que alega la falta de coordinación, la violencia armada y que aún se debe restablecer el orden para continuar con la ayuda humanitaria.

En esa misma línea, el jefe del equipo de bomberos mexicano denunció ayer ante la cadena de televisión TeleSur el bloqueo que las fuerzas estadounidenses imponen a su trabajo a la hora de llevar a cabo las labores de rescate.

«No nos dejan trabajar»

«Hay gente que está debajo de los escombros con vida y necesitamos rescatarlas, pero no nos dejan trabajar», denunció Carlos Morales Cienfuegos, comandante del grupo de salvamento y paramédicos mexicanos.

«Hay dos grupos de rescate, uno civil y otro militar (...) ellos [los estadounidenses] te dicen `si no hay seguridad no sales'», indicó el funcionario.

A nadie sorprenden ya los continuos saqueos y robos de comercios y casas, consecuencia esperable del hambre, la muerte y la desesperación acumuladas a lo largo de una semana.

Esa agonía lleva a la gente a robar lo que puede, para luego venderlo o canjearlo por comida. La Policía local trabaja a la par de los agentes extranjeros para evitar que el caos agrave la la trágica situación.

Además, la fuga de unos 3.000 presos de la cárcel más importante del país contribuye al resurgimiento de las guerrillas, debido a que gran parte de los cautivos pertenecían a los grupos armados que defendían el regreso del derrocado mandatario Jean-Bertrand Aristide.

Pese a que el presidente Rene Preval logró reducirlas, varios analistas apuntaron que la situación actual de anarquía podría favorecer el resurgimiento de estas guerrillas.

Ante la toma de la capital haitiana por parte de las fuerzas militares estadounidenses, el presidente del Estado francés, Nicolas Sarkozy, se quejó de que el aeropuerto de Puerto Príncipe se haya convertido en «un anexo de EEUU».

A la postre, todos estos gestos demuestran el interés que existe por liderar las labores de reconstrucción del país.

En Estados Unidos saben que el resurgimiento de Haití puede suponer un negocio, ya que el destino de todas las ayudas económicas -donadas por los distintos países y las organizaciones humanitarias- irían a parar a los bolsillos de los inversores privados, como podrían ser, por ejemplo, las empresas dedicadas a la construcción.

Es por ello que tanto el Estado francés (antigua potencia colonizadora) y Brasil (que lideraba el contingente de la ONU en Haití) se hayan sentido desplazados y hayan buscado elevar sus cotas de protagonismo.

Otras ciudades olvidadas

El paso del tiempo traduce la tragedia en cifras, y la ONU dio cuenta de los daños en las ciudades situadas en el epicentro del seísmo. Leogane (134.000 habitantes), a 30 kilómetros de la capital, quedó destruida al 90%. Hay 3.000 muertos y 5.000 desaparecidos. Ningún edificio del Gobierno quedó en pie y todas las infraestructuras fueron destruidas. Jacmel (34.000 habitantes) fue arrasada al 60% y no se sabe nada de las víctimas.GARA

La ONU aprueba el envío de otros 3.500 cascos azules para evitar «disturbios»

El Consejo de Seguridad de la ONU aprobó ayer el envío de 3.500 cascos azules más a Haití con el objetivo de «proteger a los pasillos humanitarios y a los convoyes de ayuda»

Con estos refuerzos, ascenderá a 12.500 el número de efectivos militares de la Misión de Paz (sic) de la ONU (Minustah) que llegó a la isla en 2004. A ellos hay que sumar alrededor de 2.000 efectivos civiles.

Fue el propio secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, quien tras su visita a la zona pidió al Consejo un aumento de los medios humanos de la misión.

La resolución fue adoptada por unanimidad por los quince miembros del Consejo, que decidió mantener a examen la posibilidad de aprobar nuevos aumentos del contingente.

El representante permanente del Estado francés en la ONU, Gérard Araud, justificó la medida señalando que «debemos estar presentes en los puntos de distribución de la ayuda para asegurarnos de que las cosas se hacen bien».

El diplomático galo admitió que se han producido protestas y enfrentamientos, pero insistió en que «no han sido a gran escala ni en todo el país». Recordó asimismo que «disturbios de este tipo se producían ya antes del terremoto».

El jefe de operaciones del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), Riccardo Conti, aseguró ayer que la distribución de ayuda no alimentaria fue suspendida el lunes «por la tensa atmósfera» reinante en un barrio de la capital donde intervenía uno de sus equipos. «Es comprensible. Hay que tener en cuenta la dificilísima situación en la que se encuentran los que lo han perdido todo», reconoció.

El director de operaciones de la ONU, Alain Leroy, concretó que los nuevos contingentes escoltarán los convoyes humanitarios que llevan ayuda alimentaria a unos 200 puntos de distribución. Vigilarán asimismo los pasillos humanitarios tanto desde República Dominicana como desde el puerto de la capital haitiana. GARA.

NOTICIA EN GARA.

domingo, 17 de enero de 2010

La doble maldición de Haití.

Por: Maurice Lemoine, Le Monde diplomatique.

«A la muerte le gustan los pobres», decía Le Monde diplomatique en febrero de 2005 tras Haití 4el  tsunami que acababa de golpear a Indonesia, las costas de Sri Lanka, el sur de la India y Tailandia (1). Es muy pronto para hacer balance del terremoto de 7 grados en la escala Ritcher que ha arrasado el país más pobre de América Latina, Haití, el 12 de enero. Pero se puede temer lo peor. Ahora se trata, urgentemente, de buscar y rescatar a las víctimas, llevar asistencia sanitaria a los supervivientes, habilitar refugios, proporcionar alimentos y agua y evitar las epidemias. La solidaridad internacional y la ayuda humanitaria de todos, de la ONU a Estados Unidos pasando por la Unión Europea -especialmente Francia, que no puede desentenderse de su deuda histórica con la isla- o América Latina, se moviliza según (o no) sus posibilidades.

Otra vez el seísmo golpea una región del globo poco respetada por los fenómenos naturales. En 2008, Haití ya sufrió el infierno de cuatro huracanes tropicales –Ike, Anna, Gustav y Fay-. No se pueden comparar con este terremoto, obviamente tan imprevisible como imprevisto, difícil de anticipar. Sin embargo, surge la primera pregunta: ¿Por qué durante esos huracanes, que las arrasan de la misma forma (con consecuencias económicas desastrosas), en Haití hubo que lamentar setecientas noventa y tres muertes y «sólo» cuatro en Cuba? Como un efecto de lupa, las catástrofes ponen de manifiesto el estado «real» de las sociedades.

Una vez pasado el choque inicial y la conmoción, los gobiernos, ONG, instituciones internacionales y medios de comunicación se dedicarán, todos a una, al tema de la «reconstrucción». Si es que se puede emplear el término «reconstruir» en un país que carece de todo.

Pero, ¿de qué reconstrucción hablarán? Después del huracán Micht, que en octubre y noviembre de 1998 se cobró casi diez mil vidas y cientos de miles de damnificados en América central, los movimientos sociales avanzaron la idea de vincularla a un nuevo tipo de desarrollo destinado a reducir la vulnerabilidad social. El tiempo se ha encargado de demostrar que desde entonces no se ha hecho nada en ese sentido. El único intento, emprendido mucho después por el presidente hondureño Manuel Zelaya, acabó por el golpe de Estado del 28 de junio de 2009…

A una clase política haitiana amenazada por el espectro de la autodestrucción, y que no está exenta de responsabilidad en el estado calamitoso del país, ¿quién le va a leer la cartilla? ¿Las instituciones financieras internacionales que han demorado el proceso de anulación de la deuda a pesar de los problemas a los que ya se enfrenta la población? ¿Washington, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Interamericano de Desarrollo, etcétera? ¿Los países denominados «amigos» que cínicamente han empujado al descenso a los infiernos a la sociedad haitiana?

Desde 1984, el FMI obligó a Puerto Príncipe a liberalizar su mercado. Los escasos y últimos servicios públicos se privatizaron negando el acceso a ellos a los más necesitados. En 1970, Haití producía el 90% de los alimentos que consumía, actualmente importa el 55%. El arroz estadounidense subvencionado ha matado la producción local. En agosto y septiembre de 2008, el estallido de los precios alimentarios mundiales hizo que aumentaran su precio el 50%, lo que dio origen a los «motines del hambre».

Un cataclismo natural se puede imputar a la fatalidad. El vergonzoso e insoportable empobrecimiento de las poblaciones urbanas y rurales de Haití, no.

(1) Ver «Tsunamis, cyclones, inondations, des catastrophes si peu naturelles...».

Fuente: http://www.monde-diplomatique.fr/carnet/2010-01-14-Haiti-doublement-maudite